El tiempo del lobo
EL TIEMPO DEL LOBO: Apocalipse now
El cine de Haneke se suele encuadrar (él solo, sus planteamientos básicos, sus resultados complejos) entre la diatriba moral y el estigma moralista. Asunto complicado en un mundo donde cada vez está más integrado lo que pensamos con lo que valemos, lo que servimos con a quién servimos, lo que nos separa de los animales con nuestros complejos de mascota cara por exotismo o pedegree. Así que no es tan raro que un director de ese talante, al que a veces se le asoma la sotana por debajo de la cámara, un día se dejara de salmos y abrazara el Apocalipsis como quien abraza una última oportunidad al final de la noche. Como el que atrapa su gran obra, el que sabe que ha llegado su gran momento: su tiempo. El del lobo que en lugar de disfrazarse de abuelita para leernos un cuento, lo hace para comernos mejor.
La apuesta de Haneke por la ciencia ficción le hace dar un espaldarazo esencial y cualitativo a una carrera que empezaba a adolecer (y que luego ha vuelto a recaer) de los mismos males que él pretende criticar. Como en las últimas producciones de Chabrol, el desdén por la burguesía deviene burgués por su engolada elocuencia, su mirada altiva y su actitud simplista y fútil. La pianista no deja ser la obra de un epateur que sabe que el dolor es la única manera de llegar a la redención o al revés. Caché es una obra menor a la mayor gloria de sus propias consignas autoreferenciales en busca de la precisión perdida. Funny games U.S. es un, a priori, interesante juego de espejos pero con los cristales empañados por la soberbia, el conformismo o el comercio. Después de llegar a la cima lentamente, Haneke desciende a un ritmo vertiginoso. Eso no es de buen montañero.
Por eso sorprende la madurez formal y filosófica de su octavo y antepenúltimo filme, su atrevimiento y su falta de concesiones, su calidez, la falta de una tesis predeterminada, la voluntad compositiva de cada una de sus transiciones, la capacidad de esperar sin precipitaciones, ni otras lluvias autorales, el momento adecuado de cada cosa, su contundencia más allá de salidos tonales y denuncias formalistas. Su potencia. Su rotundidad. Y quizá todas esas variables ético-estéticas se produzcan por la distancia que toma en el tiempo, en el espacio y la persona. Ya no es el momento de incomunicación que vivimos; es la necesidad de conexión que viviremos. Ya no es la Europa de las desigualdades y la aridez sino la Europa de la destrucción y las hogueras, no la del hedor y la indiferencia sino la de la peste y la rabia. Ya no es el director sancionador que hace una película para demostrarle a Tarantino, y a los que disfrutan de su cine, que la está/n cagando (en el estreno de Funny Games, Haneke dixit) sino el cronista de un futuro que mira de cara porque casi no se atreve a observarlo de otra manera. Ya no hay tendenciosidad ni tendencia sino inmortalidad y pavor, pavimento y alquitrán, el infierno bajo nuestros pies y no sólo por dentro de nuestra cabeza.
La fragmentación da paso a la desnudez categórica de la cuesta abajo. Como en el Sacrificio de Tarkovski (“Dios, si alguien dejara de hablar e hiciera algo”) o El incidente de Shyamalan, donde cuando ya no queda nada tenemos que aferrarnos a los sentimientos que nuestra “humanidad” diaria no nos deja utilizar, Haneke hace una radiografía de sus premoniciones con la clarividencia del que ya lo ha vivido y lo vive cada día. Su diagnóstico sobre el mundo (¿sobre el cine?¿sobre el arte?) sigue siendo el de enfermo terminal, pero, hete aquí la sorpresa o la vuelta de tuerca, quizá lo que sobren son los médicos y desnudos nos podamos purificar con un fuego que nos han dicho desde hace demasiado tiempo que quema, que es donde vive el diablo y que nos deja sin postre y sin nada. El director austriaco se coloca el espejo de su propia creación y pasa en un momento de ser un demiurgo con barba a ser un niño sin ropa. Su cine es más que nunca una pataleta rebelde, es más que siempre contestatario y permanente, gamberro y serio, resuelto e irresoluble. Y esperanzador y humano. Un niño que se suicida entre adultos que se matan.
Siempre he pensado que El tiempo del lobo es la cara opuesta de la complaciente y reaccionaria Dogville (a los que les gusta una no les gusta la otra y al revés, por lo menos entre la gente que conozco o leo), una obra maestra que ni explica, ni concede, ni engaña, ni los lobos están pintados en el suelo: nos acompañan en la butaca de la izquierda según se entra por la derecha.
Publicado en el estudio sobre Haneke de www.miradas.net
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