Monday, November 27, 2006

La cosa

Estoy escribiendo de cinue nuevamente. Estoy esperando que miradas publique mi artículo sobre El bosque para publicarlo luego aquí y mientras os pongo un artículo que ha salido también este mes y que ha sido escrito a 4 manos con el gran compañero de batallas cinéfilas José David Cáceres.



The Thing (John Carpenter, 1982)
Por José David Cáceres & Manuel Ortega

Ultimátum a la Tierra

No nos podemos quitar de la cabeza el final de esta película. Do hombres en el Polo Sur deciden que lo único que pueden hacer e sentarse a hablar mientras sus cuerpos se congelan y el mundo se salv (o se condena) por lo que ellos acaban de hacer. No nos podemos quitar de l cabeza lo que hubiera hecho Emmerich o cualquiera de los popes de cine d acción catastrofista de hoy en día si hubieran tenido este guión entre la manos. Hubieran aplicado la lógica haciendo aparecer un helicóptero co bandera americana para rescatar a estos dos señores que, por el bien de l humanidad, no habían pedido ayuda. Pero si John Carpenter (Nueva York 1948) hiciera eso no estaríamos escribiendo sobre él, porque si él hiciera es nos encontraríamos ante un director del montón y no ante una de las pieza claves del cine de las últimas décadas

Si nos aproximamos superficialmente a su trayectoria descubriríamos un territorio personal muy característico, deudor del espíritu y la técnica del cine clásico, desarrollado en los límites del cine fantástico y de terror de bajo (o mediano) presupuesto. Una mirada más atenta revela que el responsable de Vamprios (Vampires, 1999) es un cineasta capaz de aunar el más vibrante entretenimiento, el sentimiento más visceral y las digresiones más perturbadoras, todo ello a partir de un dominio prodigioso del lenguaje cinematográfico. En definitiva John Carpenter hace cine. Un cine que pasará inadvertido para los que buscan otra cosa y que en EE.UU. es menospreciado tanto por el público como por la crítica [1].

Después de realizar tres películas brillantes (La noche de Halloween / Halloween, 1978; La niebla / The Fog, 1980; 1997: Rescate en Nueva York / Escape from New York, 1981) y haberse presentado [2] con la delirante y portentosa Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976), Carpenter estrena en 1982 La cosa que es, con poco margen de error, una de sus más memorables obras y un hito del cine fantástico contemporáneo, clásico o de cualquier época. El film es una adaptación de un relato de John W. Campbell [3] titulado "Quién hay ahí" ("Who goes there?", 1948) [4], que ya fuera el punto de partida para un modesto trabajo (en ningún caso despreciable como algunos aseguran con muy poco rigor) de Howard Hawks y Christian Nyby, El enigma de otro mundo (The Thing From Antoher World, 1951). John Carpenter había manifestado su descontento ante esta versión del cuento y acometió el proyecto con gran ambición artística, convencido en todo momento de las posibilidades que tenía aquél y de su propia capacidad para aprovecharlas.



La cosa desconcertó al público del momento, relegando al film a un pobre resultado comercial, y superó a una poco inteligente crítica (hay cosas que no cambian), que no alcanzó a apreciar sus numerosos aciertos; al respecto Carpenter comentaba a Gabriel Lerman [5]: «(...) hice lo que pensaba que era una gran película, y fui condenado por hacerla, porque la gente pensó que era muy exagerada. Tuve que quedarme solo, defendiéndola. Todos los que me rodeaban me dijeron que tenía que modificarla. (...) Todos me preguntaban por qué había hecho una película tan oscura y desagradable». Un recibimiento injusto, desafortunadamente prolongado en el tiempo y en el propio realizador: en la actualidad no somos demasiados los que defendemos la valía y la trascendencia del cine del director, olvidado o menospreciado por un publico preparado (tras grandes sesiones de entrenamiento) para aceptar (y aplaudir) los productos más estridentemente convencionales del mercado, y también por una determinada crítica empeñada en alabar (y aplaudir) cualquier propuesta que carece de circuitos de distribución (¿qué fue antes el huevo o la gallina?), de carácter experimental y/o proveniente de industrias etiquetadas como prestigiosas. La consecuencia, en su momento, para Carpenter fue, desde el punto emocional y artístico, significativa: sus siguientes tres películas (Christine, 1983; Starman, 1984; Golpe en la pequeña China / Big Trouble in Little China, 1986) continúan siendo muy probablemente las menos estimulantes y las más insustanciales de toda su filmografía, tal vez junto a Memorias de un hombre invisible (Memoirs of an Invisible Man, 1992), probablemente el trabajo más impersonal del realizador. Y no por casualidad son las que de alguna manera buscan más directamente al gran público y a la crítica más complaciente, mínima y estúpida (desgraciadamente mayoritaria tanto en periódicos como en revistas especializadas).

El relato "¿Quién hay ahí?", cuyos precedentes se sitúan en la literatura del maestro Howard Phillips Lovecraft (1890 - 1937), es un genuino y brillante camino por el horror, sugerido («(...) tenía algo así como una existencia mucho más lenta, una existencia que le permitía, con todo, tener vagamente conciencia del transcurso del tiempo, de nuestra llegada, después de interminables años. Soñé que ese ser podía imitar cosas (…) En el sueño, ese ser podía leer los pensamientos y las modalidades personales» confiesa con inquietud uno de los personajes), orgánico («Kinner —o mejor dicho, lo que había sido de Kinner— yacía en el suelo, partido en dos por el gran cuchillo que mostrara McReady. El meteorólogo estaba de pie contra la pared y del cuchillo que tenía en la mano goteaba sangre. Van Wall se movía apenas en el suelo, gimiendo, y su mano se frotaba de un modo casi inconsciente la mandíbula. (...) Los brazos de Kinner se habían convertido en una extraña pelambre escamosa, y la carne se había retorcido. Sus dedos se habían acortado, su mano redondeado, sus uñas convertido en garras largas y afiladas») y sensorial («Aquello hedía. Con un hedor extraño, el hedor de una mezcla de olores que sólo conocen las cabañas sumergidas en los hielos de un campamento antártico, y en el que se advierten el olor a sudor humano y el denso dejo a aceite de pescado de la esperma de foca derretida»). Sin duda una base excelente y llena de posibilidades para, en las manos adecuadas, conseguir un gran film de género. La mencionada adaptación que Nyby y Hawks hicieron mediante el guión del gran compinche del segundo Charles Lederer (Los caballeros las prefieren rubias —Gentlemen Prefer Blondes, 1953—, La novia era él —I Was a Male War Bride, 1949—, Luna nueva —His Girl Friday, 1940—, Me siento rejuvenecer —Monkey Business, 1952—) podría catalogarse de muchas maneras menos de fiel. Enérgica, chistosa, hawksiana, entretenida, pero no fiel. Todo lo inquietante de la novela de Campbell se pierde dentro de los convencionalismos del cine de serie B y de su lectura anticomunista y belicista más elemental. El juego de identidades que Siegel sí supo aprovechar en la imprescindible La invasión de los ladrones de cuerpos (Body Snatchers, 1955) queda aquí anulado por la corporeización del visitante en una especie de luchador de wrestling torpe y mecánico. Lo único que se atreve a esbozar que se encontraba en la novela (y que luego en Carpenter forma parte esencial de su discurso) es la confrontación entre la ciencia y el hombre, entre el conocimiento y el poder militar, entre sacrificar algunas vidas para que otros vivan mejor o disparar en el entrecejo. Lo demás no es más que una película pequeña, entretenida y frugal.



La cosa es un relato tenso e inquietante donde prima la violencia y la locura, detonantes y efectos de ese medio a lo desconocido e inexplicable que a cualquier persona le atenaza en algún momento de su existencia, y del cual siempre huye aterrorizado ante la inimaginable posibilidad de que se convierta en algo corpóreo, tangible, verdadero. Para llegar a este estadio, Carpenter da comienzo a la película acudiendo a una constante ineludible del género, esto es, el derrumbamiento de la rutina y el primer contacto con lo extraño: en un inhóspito paraje nevado de la Antártida surge un helicóptero que persigue a un perro con el objetivo de matarlo; éste logra llegar a una base norteamericana, donde algunos de sus miembros son momentáneamente testigos estupefactos de tan inaudito escenario; el perro busca cobijo entre ellos, mientras uno de los integrantes del helicóptero desciende a tierra y, sin mediar palabra, comienza a disparar en dirección al animal, pero fracasa en su propósito al ser abatido de inmediato por uno de los americanos; el otro cazador había muerto segundos antes al estallarle un explosivo que intentaba emplear contra la criatura. Esta secuencia trasmite un malestar que va en continuo aumento debido también a la concreción e idoneidad de la puesta en imágenes, que bascula de lo general a lo particular (cfr. las tomas áreas generales al comienzo de la persecución, los planos detalle del tiroteo final), transportando la inquietud a un estado más cercano y por tanto más amenazador [6].

La cosa a partir de este momento se construye por medio de elipsis y cambios de punto de vista, reforzando la angustia en la que se hallan los personajes, que no tardarán demasiado en conocer, no sin horror, los motivos que alentaban a aquellos hombres aparentemente enloquecidos a acabar con la vida del perro: éste esconde en su interior a un ser monstruoso venido de un tiempo y mundo remotos, capaz de imitar por completo otras formas de vida. La representación en primer término de esa cosa como un masa amorfa, viscosa y repugnante manifiesta, de una manera terrible, un miedo real al que se puede vencer, pero que paradójicamente puede convivir entre nosotros sin que lo sepamos (detalle que es el motor de Están vivos —They Live, 1989—); empero esta truculencia presente en el film no es más que un medio, nunca un fin (incluso estas escenas de acción se pueden ver como una proyección en bruto de la crueldad y violencia del relato). El desasosiego que produce La cosa tiene más que ver con la planificación y la atmósfera impregnada en el relato que con la recreación del ente; y es por ello que la narración paulatinamente se enfurece hasta dislocarse: los planos inquietantes del perro observando y deambulando por el complejo; la soga que cuelga al lado de Blair a la vez que suplica, encerrado tras su acceso de demencia, que le dejen salir; el espeluznante instante en el que el vientre de un cadáver cercena las manos del doctor Cooper; la modulación de las transiciones entre escenas y del propio devenir de la historia; el eximio travelling del interior de las instalaciones que desvela que algo marcha mal (no parece haber nadie y una puerta abierta deja paso a la nieve); la característica música carpenteriana (compuesta para la ocasión por Ennio Morricone) edificada sobre constantes percusiones... Carpenter vuelve a demostrar que el terror cinematográfico es una cuestión puramente de estilo, de formas, no de enunciados teóricos, convenciones narrativas o corsés argumentales.



El realizador de La niebla consigue algo muy complicado, ser fiel y a la vez desmarcarse de la lovecraftiana composición de Campbell, y así tocar todos los temas que le preocupan, partiendo para ello de su situación preferida: la incomunicación de un grupo fomado por diferentes individualidades que se ven forzadas a colaborar de la mejor manera si quieren sobrevivir. Sólo hay que echar un vistazo a la filmografía de Carpenter para comprobar que en el interior de una pecera él se siente como pez en el agua. Salir fuera es el final de la partida, la solución está dentro. McReady y compañía saben que por poco o por mucho la tierra está en las últimas. Se sientan, miran y casi nada más pueden hacer. No es Carpenter hombre de rezos ni de limosnas, así que sus hombres tampoco. Siempre tan cerca, y tan a punto, para un final que ni justifica los medios ni casi a los delanteros. Snake tira el cacharrito, John Trent sale de un cine, traicionan irremisiblemente a Nada. Y así podríamos contar hasta mil o hasta mil millones. O quizá, si no nos espabilamos, no lleguemos ni a siete.

El ácrata neoyorkino que eligió el terror y la ciencia ficción antes que la comedia y la verdad del banquero, nos muestra su desconsuelo pero también el sabor del aire que aún sigue respirando y transmitiendo. Ya nada queda de nadie y algo nuevo está en todas partes pero necesita al hombre para ser hombre (igual que al perro lo necesitó para ser chucho). Allá a lo lejos sin otras personas que lo lleven dentro (que pinten, escriban, besen, hagan cine), puede que el final nos alcance o que el principio nos supere. Y quizá sea hora de que vayamos apagando el ordenador, ya que de eso casi ni entendemos. Creemos más en los ciclos vitales y en los otros (sobre todo en el de Edgar G. Ulmer de Cinemanía Clásico). Y si hablamos de vida y de cine hablamos de Carpenter. No queda casi nada que hacer más que encender un cigarrillo e iluminar lo que nos rodea. Dar cera, pulir cera, que decía el otro. Mantenernos vivos, plantar un árbol, dirigir otra pequeña película, la guerrilla de las guerras a esta constante amenaza a los vivos, a este insensato ultimátum a la Tierra.




[1] «En Francia soy un autor, en Alemania soy un director de cine, en Inglaterra soy un director de películas de terror y en Estados Unidos soy una puta mierda» ha llegado a declarar Carpenter.
[2] Su primer film es Dark Star (1974), una parodia de los films de ciencia-ficción y especialmente de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey. S. Kubrick, 1968), cuya autoría es adjudicable en gran medida a Dan O'Bannon, guionista, coprotagonista y montador.
[3] John W. Campbell, Jr. (1910 - 1971) es una figura notable, aunque poco conocida en España, de la literatura de ciencia-ficción del siglo XX: además de escribir destaca poderosamente su labor editorial sobretodo al frente de la revista Autsounding (actualmente Analog o ASF, www.analogsf.com) desde 1937 hasta 1971, donde nacieron artísticamente Isaac Asimov, Robert A. Heinlen o Alfred E. van Vogt. De personalidad dominante y planteamientos en cierto sentido autoritarios (llegó a alinearse con un personaje tan siniestro como L. R. Hubbard, padre de la llamada Cienciología), Campbell se negó a publicar en varias a ocasiones a escritores, caso del gran Philip K. Dick, Ray Bradbury o el propio Asimov, por desavenencias en el tratamiento científico y moral de los relatos o novelas. Sea como fuere, en reconocimiento a su actividad desde 1973 se concede anualmente el doble premio John W. Campbell a la mejor novela y al mejor escritor novel de ciencia-ficción.
[4] Disponible en castellano en la compilación de cuentos realizada por Jim Wynorski, "Vinieron del espacio exterior", editada en 1983 por Ediciones Martinez-Roca.
[5] Dirigido por… nº 236, página 36. Barcelona, junio 1995.
[6] Recientemente Zack Snyder comenzó su excelente ópera prima, El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 2004) partiendo de un planteamiento similar pero en sentido contrario: de lo que le ocurre a la familia de la protagonista se va pasando, progresivamente, a escenarios más globales (la planificación es aquí más vehemente incluso: de un atroz primer plano de la cara ensangrentada de una niña, ya convertida en zombie, se llega a un plano cenital de turbadora belleza que dibuja toda una ciudad devastada por el caos y la destrucción).