Wednesday, February 18, 2009

Reencuentros

El mío con el carnaval este año. Gracias a chirigota como ésta. Una maravilla

No sé poner vídeos, por lo visto

Así que os paso directamente el enlace

http://www.youtube.com/watch?v=A2xJ4gJv__4




"Coplero, esta letra es pa ese obrero
que ha elegido ser coplero
pa el que canta como un ángel
además de ser frutero
pa el que escribe como nadie
cuando sale de currar.
Pa esos copleros
que te hacen dos musiquitas
antes de irse pa acostar
y se estrujan la cabeza
por sus fiestas un año más.
Va por todos esos copleros,
de teatro y callejeros,
que es pa quitarse el sombrero
lo que hacéis en carnaval"

Porque hay gente que no tiene facebook II;

Publicado también en www.miradas.net

Cuando tú vas, yo vengo

Preámbulo o Epílogo

La vida es ese lugar complicado donde siempre haces lo que parece que no tendrías nunca que haber hecho. Si no que se lo pregunten a Chenoa, al Che Guevara, a Shakespeare o La Chelito. Una complicada ecuación sensorial que legitima siempre (yo, campeón de la autoindulgencia, te lo digo a ti, que también tienes lo tuyo) la jugada acaecida, la decisión tomada, el hecho consumado. No es fácil saber hacer las cosas cuando no sabes muy bien lo que hay que hacer; en matemáticas, que son la verdad y el lugar donde habita la paz, es mucho más sencillo realizar una operación que su demostración. Por eso ya que hablamos de demostraciones, de matemáticas, de operaciones, de la vida, del amor, de los circos y de los enanos, es un buen momento para acercarse a la última película de David Fincher, una reflexión madura sobre el fatum hecha con optimismo y un sentido del humor que imbrica un discurso menos acomodado de lo que podría parecer/esperarse.

Fincher en la encrucijada

El curioso caso de Benjamín Button busca lo imposible enfrentándonos a lo improbable. Quiere construir una historia que sea al mismo tiempo Historia pero con un material que gravita entre lo particular y lo colectivo, entre el relato soñado y la rutina personal de tener unos códigos propios ante/frente/bajo/con el mundo. Quiere hacernos partícipes de una historia demasiado individualizada que parte de un personaje que no tendría el menor interés si no fuera porque viene de donde viene y va hacia donde va. Por eso hay que olvidarse un poco de lo que estamos esperando contemplar y asirnos como si fuera por primera vez a la opción de ver una película diferente. Lo único malo es que no tiene tanto de diferencia en su fin como en los medios que la definen y caracterizan. Fincher se ve así preso y estandarte de la propia condición de una obra que se define a sí misma por la oposición de los factores que la conforman. Del videoclip entre piojoso y pijo de Alien 3 y la madura reformulación de los paradigmas del thriller moderno (donde hizo buena escuela y malos alumnos) de Se7en hay un sacrificio que no sólo está explicito en su obra si no implícito en sus obras (ambas, dos, sendas). Del sentido lúdico del sufrimiento y de la superación involuntaria del pasado más traumático de The Game a la aceptación del presente como crisis, que quiere decir ruptura, que auspicia la necesidad de reinventarse cada vez que un Game Over finaliza tu partida en El club de la lucha. De la imposibilidad de protegerse a la imposibilidad de descubrir, de las líneas maestras de Hitchcok a los agujeros geniales de Lang, de lo clautrofóbico de La habitación del pánico a lo agorafóbico de Zodiac. De, como bien dice Javier Pulido, ser un director “antisociedaddeconsumo” en El club de la lucha a ser el más eficiente director de anuncios para grandes marcas globalizadoras. El curioso caso de Benjamín Button se enfrenta, hasta que llegue la película siguiente, a la que para mí es la obra maestra de Fincher, Zodiac, una tarea no demasiado sencilla a la hora de oponer conceptos, textos y contextos de la riqueza y la madurez de la odisea de Graysmith, Avery y Toschi al regreso a Ítaca como vientre materno del último guión del eficiente Eric Roth (El dilema, Munich, El buen pastor y , sí vale, Forrest Gump)

Puntos de encuentro

Las dos trayectorias (las tres, si contamos la de Fincher) tienen puntos donde se unen momentáneamente antes de volver a dispersarse como es natural. El amor es caprichoso y volátil y no se acoge a ninguna lógica estudiada ni a ningún rigor ni científico ni del otro. El transitar de Benjamin recuerda al del Leonard de Memento, lo que pasa es que lo que a uno le faltaba en la película de Nolan es lo que aquí al otro le sobra. La memoria puede llegar a resultar una condena o una liberación (Leonard transforma la realidad para poder así consumar su venganza injusta pero justificada), pero al personaje de Fincher le da la motivación, la credibilidad y a Fincher el leiv motive para construir una oda al cine tal como a él le gusta entenderlo. Imágenes de postal, encuadres perfectos, música con pellizco y efectos digitales como para acabar con cualquier productora. Fincher les saca partido porque ante todo es un virtuoso que disfruta con los retos técnicos como en su momento Kubrick los hizo con los suyos. Todo parte de la imaginación que parte de un recuerdo que parte de un diario. Crear es recrear. Como en Big Fish lo hizo Burton, Fincher se autohomenajea al rendir tributo a los contadores de historias y lo hace incidiendo en la capacidad fabuladora de la propia técnica narrativa. Entonces es cuando el autor se reencuentra consigo mismo, cuando las piezas encajan y Brad Pitt y Cate Blanchett tienen la misma edad. Y cuando menos nos gusta la película. Fincher se da cuenta de la belleza y su concepción de la belleza hace del espectáculo un previsible y antiguo desfile de lugares comunes que no parecen pertenecer a una filmografía tan moderna como su repercusión. Es cuando la película se estanca como perjudicada por la armonía impostada de lo que solemos entender por felicidad.

Líneas de fuga

Pero tranquilos, porque pronto vuelve las aguas a su desborde. Fincher como buen tirador de faltas no lo es tanto de penaltis. Se le queda corta la distancia y se le va la potencia. Por eso son las líneas de fuga, las líneas maestras de su discurso. Y es magistral el prólogo del relojero ciego con un hijo muerto en la guerra. Y es fascinante la escena en la que, saliéndose del tono de lo demás, nos narra de manera virtuosa el accidente que acaba con la carrera de bailarina de Daisy. Y es paradójico el blanco y negro del hombre de los siete rayos al que le caen sólo seis. Y es esa parte entre trágica y cómica que le emparentan al Paul Thomas Anderson más raro de sus fugas en Magnolia y Punch Drunk Love, es cuando sale a la luz el talento de este director minusvalorado en debates públicos y encumbrado en diatribas privadas. Fincher se crece en la adversidad y vuelve, como en sus mejores películas, a ser el perfecto glosador de batallas perdidas,el rapsoda de los fracasos cotidianos y universales, el que certifica que si algo puede salir mal es que algo está mal. Su obra está marcada por el fatum y su insospechada poética; todo es más bonito cuando un viejo ama a una niña, cuando una anciana le cuenta sus batallas en común a un mocoso desmemoriado. En esos momentos es cuando el relato fluye como contaminado por algo más grande que su propia estructura. Por eso los momentos en que la muerte está más cercana es cuando la vida se transforma en algo que nos une a una película y a una forma de hacer cine. Por este tipo de cosas, Fincher es un director especializado en paradojas, ya que él es una en sí mismo: el director que busca, el autor que no encuentra.


Coda final o Prólogo

Terminado este artículo decidí que era el momento de desayunar como los campeones (tostada, café y zumo de naranja exprimida en directo) en un bar que está debajo de mi casa y en el que no es difícil encontrarme. Antes de ducharme acudí al cajón donde guardo mis calzoncillos y calcetines en estricto desorden de colores y formatos. Al fondo vislumbré parte de mi pasado más presente. Metí la mano y saqué ropa interior de mi exnovia, que olvidada se había quedado a vivir sin ella en mi casa. La observé durante un rato y me sorprendió su apariencia infantil. Entonces me di cuenta que a lo mejor ella se había ido porque seguía su camino y que cada vez sería más joven y más niña y más todo y que nuestros senderos ya se habían bifurcado irremediablemente en el mapa sentimental de nuestra vida. Yo hoy, sin duda, soy un poco más viejo.

Porque hay gente que no tiene facebook I;

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Cuatro caminos del cine español en el 2008. Los puntos cardinales de una deriva
Camino a la perdición

El nivel medio del cine español este año ha sido notablemente inferior al del año anterior. O ese pensamos. O así nos ha llegado a nosotros que es al final de lo que trata este artículo. No ha habido escandalosos insultos como el año pasado, pero si ha habido una sensación de mediocridad patente y congénita a una forma, si no equivocada (eso lo juzgará dios, mahoma o los productores), sí autocomplaciente y cobardica de afrontar un arte que es industria y no al revés. Volver a ver las nominaciones de los Goya o las candidatas a los Óscar vuelve a demostrar que mientras el amiguismo sea la fórmula, la basura será el resultado. Que la muy mediocre Los girasoles ciegos del muy acabado José Luís Cuerda tenga 15 nominaciones es una abominación que suponemos que no tendrá parangón en ningún país civilizado y con cierta vergüenza y/o conciencia de la importancia pública de una cinematografía subvencionada. La adaptación, cojitranca y halitosa, del libro de relatos de Rafael Méndez contiene todos los tics de la autoría mal entendida, el academicismo (con h) que aprecia más la caligrafía que lo verdaderamente artístico y el “verismo” falaz de la dirección artística contaminada por los premios y los diseñadores fetén. Su éxito y su “prestigio” vuelve a ser un toque de atención tras la buena cosecha de soledades, yoes, influencias o mujeres en el parque del año pasado, realizadas contra corrientes, mareas e influencias lunáticas de otros pelajes. Otra cuestión es el de otro tipo de triunfo, que a veces incluso de solapa con el otro y ya se convierte en la hostia en tomate o así. La influencia de los éxitos televisivos tienden a la idiotización del espectador haciéndoles participe de actitudes xenófobas, machistas, homófobas o simplemente imbéciles al hacerles llegar con normalidad, y chistes sobre la más rabiosa actualidad, lo que es mentira vestida de cotidianidad y falsa naturalidad. Mientras en EEUU triunfan (y perduran) series como “The Wire”, “Mad Men”, “Lost”, “John Adams” , “The Office”, “The Larry David Show”, “True Blood”, “Studio 60 on Boulevard Street”, “Rockefeller Plaza”, “24”, “The Shields” o la finiquitada “Deadwood”, en España tenemos a “Aída” como paradigma de lo que apesta la creatividad de nuestro país. Fuera de carta es uno de los éxitos del año y quizá la película más clarificadora de nuestra situación; la asunción de códigos televisivos para seguir exprimiendo a la gallina de los huevos de oro envenenados. El debut de García Velilla es una vuelta al landismo pero cambiando a las suecas por un futbolista argentino. Como el año pasado con Chuecatown (Juan Flahn, 2007) se nos ofrece la película más reaccionaria del año desde la supuesta libertad de un país donde Pedro Zerolo quiere ser Harvey Milk sólo por tener los mismos gustos sexuales. Al final va a ser verdad que tenemos el cine que nos merecemos.
Camino asfaltado sin dirección

Quedarse en tierra de nadie puede ser peligroso o señal de alguna carencia. En el cine español de un tiempo a esta parte resulta casi un alivio dedicar unas palabras a películas que no funcionan por una u otra razón. Paradigmático nos parece Antonio Hernández, director que tiene una trayectoria de lo más curiosa (Lisboa, 1999, El gran marciano, 2001, Los Borgia, 2006), y su nueva película El menor de los males, un thriller llamativo, muy bien rodado, pero menguado por las vulgaridades y trucos de una historia más intensa en la teoría que en la práctica. Si reparamos en otros títulos, que entendemos estarían en este espacio de films que contienen buenas ideas pero están lastrados por unas u otras razones encontramos producciones muy diversas entre sí: La crisis carnívora (Pedro Rivero), un film de animación con mucha mala baba aunque parco visualmente y un tanto cargante; Pretextos (Silvia Munt) un melodrama con aspiraciones autorales capaz de crear un atmósfera opresiva y construir unas sugerentes imágenes, pero cuyas cargas de profundidad (diálogos, símbolos) suena a una operación impostada, meliflua; Solo quiero caminar (Agustín Díaz Yanes), un entretenido y veloz thriller muy superior al anterior film de su autor (la muy mediocre Alatriste, 2006) que en realidad vuelve a poner sobre la mesa las preocupantes limitaciones de Díaz Yanes como narrador; 8 citas (Peris Romano y Rodrigo Sorogoyen) o como el infierno está empedrado de buenas intenciones. También le ocurre lo de las buenas intenciones a Antonio del Real en la valiente La conjura del escorial, un filme planteado con grandeza y muchas ganas de agradar. Lo que pasa es que el talento nunca ha sido cosa de este director. Ni la dirección de actores tampoco. Ni el trabajo de casting. Ni la escritura. Bueno, que no le salió muy bien en definitiva. Lo mismo que al dúo Corbacho-Cruz que en Cobardes intentan volver al estilo costumbrista de Tapas (2005) pero le falla todo lo demás. La historia no comienza mal pero el discurso intelectual es tan de tertulia de “Crónicas Marcianas” que al final uno se sorprende de que lo mejor de la función sea la interpretación de Paz Padilla. No sorprende pero tampoco desagrada Eskalofrío (Isidro Ortiz), un desperjuiciado horror film repleto de huecos efectismos y balbuciente escritura que a veces no es capaz de evitar lo ridículo por su apertura de temas y su mimetismo endémico con otras cinematografías que tienen más dinero y experiencia. También ocurre con Casual Day, segundo filme del todoterreno Max Lemcke, que en su afán de hacer un trabajo basado en los intérpretes les rinde demasiada pleitesía y vacía de profundidad la carga crítica de un texto que acaba a la deriva de sus propias intenciones. O el debut de Roser Aguilar, Lo mejor de mí (2007), que no esquiva los peores vicios de los peores melodramas a pesar de su happy end raro, incidiendo en estructuras convencionales planteada desde una historia que pedía un riesgo en lo formal acorde con el que toma en lo temático. Este catálogo, más deslavazado que variado, incide en el carácter superficial de una cinematografía que parece construirse a salto de mata y que, como ya destacamos el año pasado tiene una desventaja definitiva: la imposibilidad para generar y promocionar una identidad propia. Es posible que esta sea una de las causas por la que se continúan, desde determinadas instituciones y foros, aplaudiendo un cine que tal vez si siga alguna dirección concreta, aunque francamente pensamos que transita caminos sin asfaltar, con suerte mal adoquinados…
Caminante no hay camino

Donde no hay mata no hay patata dice un agrícola refrán castellano de sabia concisión. Donde hubo fuego sigue habiendo rescoldos pero menos y sobre todo en estos tiempos de crisis creativa, y de la otra, que ahogan cualquier posibilidad de poner(nos) positivos por lo que vemos. Autores de renombre siguen empecinados en utilizar viejas formulas que en otros tiempos funcionaron en otro escenario y con otras necesidades. Lo coyuntural es efímero y por eso el talento hoy en día de Manuel Gutiérrez Aragón, José Luis Garci o Gerardo Herrero más que poco discutido es bastante discutible. Todos estamos invitados, Sangre de mayo o Que parezca un accidente (al igual que la mentada Los girasoles ciegos) son las autopsias creativas de unos cineastas que terminado el camino se siguen dando de bruces contra un muro de lamentaciones ajenas. Nada hay destacable en sus tres películas; ni la supuesta valentía en afrontar el tema vasco de Aragón, ni la reconstrucción a la que se le ve el cartón (piedra) de García, ni el humor más chabacano que absurdo, más gris que negro, de Herrero. Un caso parecido es el de Fernando Colomo que con Rivales vuelve a intentar reverdecer viejos laureles tras el (digno) fracaso de la más arriesgada El próximo Oriente (2006). A Colomo le salva que casi nadie ha visto la película, que saca a la cada vez más interesante Goya Toledo y que al fin al cabo la modestia de su planteamiento no llega a resultar equívoco como en la ópera prima de Nacho García Velilla. Pero no son sólo nuestros mayores los únicos que han intentado transitar sendas inhóspitas para cualquier explorador insuficientemente preparado. Unos debutantes han seguido el camino de la autoría más autoconsciente: del sedicente genio con traje burgués de emperador de Albert Serra (El cant dels ocells), al woodyalleniano gallego que responde al nombre de Ramón Costafreda y contesta con diálogos chispeantes así con muchas eses (Abrígate). Otros han quedado en subirse al carro genérico del terror vía survival sin nada que salvar como F. Javier Gutiérrez o Gonzalo López Gallego, que se ha cambiado de un lado a otro con menos suerte que si lo hubiera hecho al contrario: tanto 3 días como El rey de la montaña son dos películas malhadadas, ramplonas pero con un gran concepto de sí mismas en ambos casos, realizadas por gente que subestima a los géneros poniéndose por encima de los códigos más elementales para trascender con ideas tan frescas que ya vienen congeladas de viejas que son. Lo mismo ocurre con la presidenta de la academia Ángeles González Sinde que rueda lo mismo la risa que el llanto en la fofa Una palabra tuya. Pero podría ser la sorpresa de los Goya y llevarse algún premio. Sería toda una sorpresa como cuando venció a esos dos parias de Jaime Rosales y Pablo Berger en el premio de director novel. Los inexpertos menos listos sin embargo han optado por adentrarse en caminos seguros que sin embargo van directos a las profundidades de la estulticia como revelan en relieve las muy primerizas pero aún más olvidables Un poco de chocolate de Aitzol Aramaio y El último justo de Manuel Carballo. Todos estos nombres y títulos, ya sean veteranos o rookies, ya traten el pasado o el presente, vienen a ser un reflejo atrofiado de una (ir)realidad prefabricada e impostada. Pero queremos ser justos con ellos y honestos con nosotros: nunca hemos confiado ni creído, o dejamos de hacerlo demasiado tiempo atrás, en este cine, en lo que representa, en lo que dice, en lo que se calla… Por fortuna, hay otros caminos.
Camino a la imperfección

Cuando la cinematografía española alcanza triunfos artísticos, completos o parciales, es muy posible que nos sorprendan incluso cuando hay elementos previos que podrían sugerirlos. Quizá hemos llegado a un punto realmente siniestro en el que espectadores y críticos tenemos serios apuros cuando nos acercamos a una producción nacional. Creemos que sobre todo a causa del grueso de las propuestas que nos desesperan o deprimen y al tendencioso envenenamiento de medios de comunicación y sucedáneos, siempre interesados en vender óptimamente a sus inversiones y/o a sus amigos (de los perezosos recordatorios sobre la condición de producción española de Vicky Cristina Barcelona a la alucinógena reivindicación de Albert Serra como un artista sensible y divertido, pasando por la desfachatez a la hora de referirse a la valentía, compromiso y rigor de un Enrique Cerezo/Julio Fernández o un José Luis Cuerda/Álex de la Iglesia). Por eso quizá, a falta de que aparezca un Steven Spielberg de Cuenca o un David Lynch de Tomelloso (o al revés) tendremos que seguir buscando en la imperfección los destellos de cine que este año nos hemos encontrado en varias películas. Por ejemplo en el tercer largometraje del anteriormente curioso (El milagro de P. Tinto, 1998) o insufrible (La gran aventura de Mortadelo y Filemón, 2003) Javier Fesser, Camino, una conmovedora tragedia fantástica, en el doble sentido del término, que sabe conjugar con habilidad y creatividad elementos resbaladizos. Una película que en lugar de darnos una cara de la realidad, nos ofrece la otra mejilla como el que busca alcanzar el cielo (o la inmortalidad) mediante la puesta en escena y la capacidad de confiar en la narrativa como motor de lo lírico. Apreciamos por extensión este cine de calidad en Bienvenido a Farewall-Gutmann de Xavi Puebla, una apuesta extraña que transita caminos bastante andados este año (Casual Day en España, La cuestión humana, de Nicolas Klotz, 2007, en Europa) pero de otra forma distinta; entre lo terrorífico que nos espera fuera (compañeros, jefes, entrevistadores) y lo que nos espera dentro cuando nos quedamos solos con nosotros mismos está la capacidad de plantear una historia con los mínimos recursos pero la máxima humanidad , Gente de mala calidad de un Juan Cavestany que se nos revela como un Solondz cañí con mucho mala baba y con una intuición especial para sacar los mejores de sus interpretes (recordemos que también ha sido el gran triunfador de la escena española este año con la acongojante obra “Urtain”) y Uno de los dos no puede estar equivocado (2007) de Pablo Llorca, una bizarra historia de amor entre otras cosas, con una atractiva superficie godardiana que es más un parecido razonable que una apropiación indebida y un fondo que refleja una realidad tan cercana como aterradora, y es que el mismísimo diablo es el protagonista. También nos gustaron, aunque quizá no nos convencen plenamente, Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo, imaginativa puesta al día de un fantastique de andar por casa que remite a mejores referentes que sus resultados y Tiro en la cabeza de Jaime Rosales, la demostración palpable de lo que es un autor contra viento y marea, premios y malditos, modas y modos. En un país donde la coherencia no es tan bien aceptada como la envidia, Jaime Rosales ha empezado un vía crucis que no tenemos ninguna duda que nos dejará obras tan valientes como esta honesta vuelta de tuerca a lo que venimos llamando percepción, normalidad o conflicto. Resulta evidente, que este puñado muy escaso de buenas películas, no responde a un movimiento determinado o comparte unas parecidas inquietudes: tampoco por tanto sería acertado pretender encontrar un hilo unificador o una explicación generalizada a estos aciertos dentro de lo que habríamos de llamar industria española (aunque continúe sin identidad y sin ganas/interés de crearse una). Cada una de estas propuestas, y con ella sus directores, provenientes de estructuras de producción diferentes, muestran planteamientos y despliegan recursos globalmente opuestos. No existen, por tanto, vínculos o son tangenciales (ninguna de ellas comparte estilo pero todas tienen el mínimo, o máximo, común múltiplo de oponerse al estándar establecido y comparten un tono en cierto modo desesperanzado, cansado incluso: en la línea, conviene puntualizar, de bastantes obras importantes hechas fuera de nuestras fronteras) entre la condición de narración pura de Camino, el desaliño formal y las hipérboles de Uno de los dos no puede estar equivocado, la configuración de cine-teatro de Bienvenido a Farewall-Gutmann, la comedia descreída y cruel de Gente de mala calidad, el sentido neo-fantastique de Los cronocrímenes y el cine de arte y ensayo de verdad de Tiro en la cabeza. Caminos paralelos y heterogéneos hacia una imperfección que hace concebir por lo menos la posibilidad de seguir andando alejados de las arenas movedizas de lo coyuntural y del acantilado inasible del conformismo y las viejas glorias sepultadas por egos subvencionados y compromisos adquiridos.